Después de una vida en el cálido y acogedor sur de California, el frio invierno neoyorkino era como el puto infierno para Christopher Faulkner* que en ese momento se encontraba tiritando y soltando improperios contra todo lo conocido (y por conocer) retrepado en la pared fría de un callejón sucio y húmedo de la ciudad de Nueva York.
Era un martes de finales de Diciembre, aunque en ese momento lo que a Chris menos le preocupaba era la fecha, para él no era más que otro de esos días de fiesta, cuando por azares del destino y la semi-inconsciencia causada por el alcohol y las drogas (sobre todo por esta ultima) acababa, sin enterarse, en alguno de los cincuenta estados sin un centavo y con una resaca de los mil demonios.
Era un martes de finales de Diciembre de 1993, y Christopher se maldecía mentalmente por haberse dejado arrastrar por el imbécil de Derek* hasta ese maldito agujero helado, porque se estaba muriendo de frio y ni siquiera tenía un jodido porro que lo hiciera entrar en calor, definitivamente se estaba arrepintiendo de estar ahí en ese preciso momento, cuando la chica de la falda negra y el cabello rojo hizo su aparición con una sonrisa bastante peculiar y como único acompañamiento el sonido de sus tacones al golpear el pavimento frio. Aun hoy Christopher no logra recordar su nombre (o quizá es que ella nunca se lo dijo en realidad).
Era un martes 21 de Diciembre de 1993 y Christopher Faulkner estaba varado en Nueva York sin nada más que dos dólares con cuarenta y un cigarrillo húmedo en el bolsillo del pantalón.
Aquel martes Chris conoció a aquella chica pelirroja que le vendió a Derek media onza de maría y les hablo de Jeff Price, su camarada californiano, que con gusto les proporcionaría media onza mas de vuelta en California, aquel día la vida de Chris cambio (para bien o para mal) sin que él se diera cuenta, porque le había llegado la hora de pagar todas las cuentas pudiera o no costearlas.
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